La vida del pastor de James Rebanks (Editorial Debate). En palabras de su padre “la jodida vida del pastor".
Cuando seáis mayores, os tendréis que marchar bien lejos, no seáis tontos, estudiar, aprender de números y letras y marcharos de aquí bien lejos. En el pueblo ya sabéis lo que hay: Nada, miseria y compañía, de quedaros os tocara vivir lo mismo que a nosotros nos tocó. Ser unos Don Nadie, unos destripaterrones siempre pendientes cielo, o del amo, sin una perra.
Todos nuestros seres queridos fuesen o no familia de sangre nos decían lo mismo, marcharos. La mayoría así lo hicimos, les obedecimos, porque también a eso nos enseñaron a obedecer y respetar. Nosotros en realidad nunca quisimos defraudarles. Sin embargo, también fueron ellos quienes nos enseñaron a querer hasta el final de nuestros días a la tierra que nos vio nacer por encima de todo.
A James Rebanks el autor del libro, no fue la familia quien un buen día le dijo, estudia y márchate, si no que fue en la escuela donde lo escucho por primera vez cuando tenía unos doce años. Aquello le sorprendió y le hizo pensar, alguien llegado de fuera se atrevía a decir que aquel lugar en el que sus seres queridos habían vivido siempre era poco menos que el infierno en la tierra, un lugar sin futuro. Para un niño como él, obviamente aquello era el paraíso, el edén, el campo, las montañas, las ovejas y generación tras generación haciendo lo mismo, cuidar del rebaño, cuidar de la tierra.
Así que aquel día cuando llego a casa hablo con su padre y con su abuelo el granjero, su héroe, y desde ese momento decidió por un lado pasar a la acción y dejar de estudiar lo poco que ya de por si estudiaba. Y, por otro, apostar por quedarse en el lugar donde había nacido, y hacer lo que su familia siempre hizo, cuidar ovejas en las montañas del norte de Inglaterra.
Los que nos marchamos tal vez nos equivocamos, pero ya no tiene remedio y aunque nos haya ido bien, llegados a una edad nos gusta mirar atrás y hacernos el valiente cuando ya no tiene remedio y pensar que con un poco de esfuerzo podríamos habernos quedado en la tierra que nos vio nacer, como él hizo, y cuidarla como ella nos cuidó. Ahora que ya es tarde para casi todo, nos gusta volver a ella y amarla como nos enseñaron.
De vez en cuando los periódicos del domingo traen una noticia que poco mas o menos dice lo siguiente: Las campanas de “tal pueblo”, dejaran de sonar los fines de semana para que los vecinos puedan conciliar el sueño. Se te cae el alma a los pies.
Los domingueros reclaman la tierra que disfrutan como suya, mientras los pocos que aun la trabajan, comienzan a sufrirlos. En nuestra tierra esto no ha hecho si no empezar, pero en las montañas de Inglaterra nos llevan unas décadas, casi un siglo, de “confraternización” que han resultado muy amenos a decir de James, quien nos contara lo malo y lo bueno, si lo hay.
Dios me libre de volver un día a la tierra de la que me fui, y quejarme del olor a purín que sientes al bajar del coche, de los gallos al amanecer y de las gallinas a la hora de la siesta, de los gatos y perros, del paso de los tractores por la calle, o del canto de los pájaros y el sonar de las campanas en sus horas o tocando a muerto, ni mucho menos me quejare de que pase un rebaño de ovejas por la calle y la deje perdida, o de que el ayuntamiento no barras las calles …
Me quejaré de otras muchas cosas, como por ejemplo de lo difícil que me resulta llegar hasta el huerto un paseo desde casa imposible de hacerlo hoy con una relativa tranquilidad, pues hay que usar los cinco sentidos al cien por cien y encomendarse a dios, de hecho, mi padre con 82 años ha decidido dejar de cultivarlo y no por falta de fuerzas, si no por miedo al camino, lleno a todas horas de propios y extraños, ciclistas, moteros, corredores, todoterrenos… con prisa por disfrutar de la que también es su tierra. Una tierra yerma, por falta de tiempo “libre” de hijos y nietos cuyos campos abandonados a los cardos borriqueros, caños embozados y lindes destrozadas en plena vega te suman en la mayor de la tristeza.
La tierra si no se trabaja, cambia, desaparece, el paisaje no es solo cosa de la naturaleza. Y lo que hoy a mí me produce tristeza un día también se la producirá a todos esos que la disfrutan sin trabajarla cuando se paren y vean lo que ahora yo veo, entonces ellos también se marcharán.
Fue Chabier, quien me recomendó el libro, “tienes que leerlo, te gustará”. Magnífico, sin duda. Solo tenerlo entre las manos es un placer, recuerdan sus tapas duras, sus hojas amarillentas, su tacto y olor a la colección de los clásicos juveniles de la editorial Bruguera que tuvimos la suerte de leer en nuestra niñez, cuando nuestros campos cosecha tras cosecha marcaban los días.
Para situarnos de un modo fácil en la lectura, el autor nació en 1974 en las montañas del norte de Inglaterra, un lugar a decir de sus propios habitantes situado en el quinto pino y poblado por unos Don Nadie. Sin duda, en el mismo paraíso, depositarios de un modo de vida que debe continuar en armonía con la tierra, con unos y con otros, en especial con aquellos que van llegando dada la belleza del lugar y lo bucólico de sus gentes, los pastores.
Si humildemente comparo mi infancia o mi tierra con la suya salgo ganando, me da la impresión de que entre los setenta y ochenta les llevábamos años de ventaja en el tema agrario por decirlo de algún modo, nuestros abuelos y padres iban avanzando y adaptándose a los nuevos tiempos mientras ellos seguían como décadas o siglos atrás haciendo lo mismo para vivir de sus ovejas. En realidad no podían ni pueden hacer otra cosa.
Si bien ya comenzaban a luchar contra todo, y nosotros en parte también, administración, burocracia, plagas globalizadoras, unos precios para la vivienda pensadas para el turista recién llegado e imposibles para ellos, unas normas fuera de toda lógica para conservar el paisaje hechas por quienes jamás habían visto una oveja, trabas para levantar nuevas granjas que afeaban la estética del entorno, distancias abismales, entre casa y tierras de trabajo, tareas comunales por salvar, agua, frio y nieve a todas horas, seguir el calendario, las estaciones, criar, vender, y volver a criar, concursos, ferias y conversaciones entre cervezas sin fin en el pub o pozales de wiski en casa de unos y de otros, con los libros de registro en la cabeza donde figura el árbol genealógico de todas y cada una de las ovejas de Inglaterra, todas parientes, libros que se remontan a la llegada de los vikingos. Allí más que comerse a las ovejas parece que las aman como a uno más de la familia… Todo lo contara con detalle el autor, recuerdo tras recuerdo. Un día la lana dejaron de comprarla y tuvieron que quemarla.
Si bien ellos nos ganaban por goleada en cuanto a domingueros y turistas, llenas ya en aquellos años las montañas de Inglaterra de invasores, de forasteros, de extranjeros de la capital, tras ser puestas en valor por el senderista descubridor de turno que tuvo la genial idea de escribir la primera guía de aquella tierra, tras pasear desfaenado los fines de semana y ver lo que vio.
Pero no nos engañemos, si las cosas se cuentan con gracia o simplemente se saben contar, parecen otras, en realidad la granja, el cuidar de las ovejas como hace miles de años, era y es una ruina casi total, y lo peor o tal vez mejor de todo es que no puede hacerse de otra manera, allí la productividad queda al margen y han tomado conciencia de ello, la sociedad abuelo, hijo, nieto ... Funcionó, como en todas las casas, unos años, un día murió el abuelo, y quedaron padre, hijo y deudas. Llegaron los problemas, la granja a penas daba para una familia, el hijo tenía ideas propias y los otros habitantes disfrutaban de una vida cómoda hasta cierto punto envidiable.
Por suerte para James y para nosotros, descubrió que había tenido otro abuelo con un gusto exquisito por la literatura y aburrido de pelearse con su padre, sin dejar las ovejas se fue encerrando en la lectura y pensando que tal vez se había equivocado cuando pensó en hacerse pastor y quedarse. Quizás debía marcharse cuando menos a estudiar y poder volver y tratar de tú a tú a todos esos recién llegados, profesionales liberales, estudiosos de lo suyo, dueños de toda tierra conocida y que a buen seguro ganaban en un mes, lo que el en varios.
Era hora de vivir de las ovejas y de algo más, si quería quedarse allí, de adaptarse, de sobrevivir en la tierra donde había nacido. De tener dos trabajos, sin olvidar que, sin las ovejas, nada existiría. Y así se puso a escribir un libro maravilloso, un toque de atención para todos nosotros que nos marchamos y abandonamos la tierra, que pasamos a ser turistas, pero también para aquellos que teniendo la tierra a mano no tiene tiempo libre para cuidarla por que es una ruina, por que es de tontos, por no decir algo peor.
Antes que él, hubo otros muchos pastores, y cuando menos una escritora, Beatrix Potter, conocida como la señora Heelis quien en una carta a The Times en 1912 escribió:
“Sostengo respetuosamente que el trabajo, la labor y los usos y costumbres que han permanecido impertérritos durante siglos deben primar sobre el entretenimiento improductivo”.
Jesús Lechón
3 comentarios:
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Buena historia, todas las personas deberían ser como este hombre. Amar y respetar la flora y la fauna del mundo es algo que debería estar en la naturaleza humana.
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Trabajo en una compañia de gas mexicana.
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