Por remoto u hostil que resulte un territorio, el ser humano ha hecho todo lo posible para convertirlo en un hogar, en un paisaje. Entendemos el paisaje como una serie de elementos abióticos: relieve, hidrología, geología sobre los que se asientan componentes bióticos: flora y fauna. El ser humano moldea y trasforma el territorio para hacerlo habitable. El paisaje es pues el resultado de aplicar las soluciones posibles en cada época para permitir la supervivencia humana. En él quedan plasmados todos los “aciertos y desatinos” históricos que hemos ido cometiendo para solventar problemas geológicos, climáticos, altitudinales a los cuales había que sobreponerse. El ser humano ha modificado así el paisaje desde el pragmatismo que le imponía el momento presente. Cada árbol cortado nos habla de la dureza del clima; cada finca roturada tiene detrás una historia de hambre. Cuanto más adversa es una zona, más ingenioso hay que ser para poder habitarla sin acabar con todos sus recursos.
Es un
territorio duro donde el crecimiento vegetativo se produce en unas escasas semanas
al año y tan solo un reducido número de especies arbóreas es capaz de
sobrevivir. Entre ellas pudimos ver pequeños reductos de bosques maduros de
sabinar pero, sobre todo, dehesas lineales de bosques de ribera. Decenas de
miles de sargas cabeceras jalonan todos aquellos cauces de alta montaña y se
integran en los pueblos, teniendo muchas de las casas árboles cabeceros en el
jardín y en las aceras. Creí reconocer al menos Salix purpurea y Salix alba.
También vimos algunos chopos, aunque menos abundantes que los sauces.
Cuando
diferentes lugares remotos generan elementos paisajísticos similares, se
produce una especie de hermanamiento en la forma de vida. Existe cierta
convergencia en el paisaje que atañe también a las emociones, a lo vivido allí.
Son lugares
que, aunque más fríos, altos y escarpados que los ríos de los altos páramos
turolenses, nos recuerdan mucho a ellos. Este sistema de manejo de cabeceros,
común en ambos lugares, se encuentra en la India mucho más vivo y activo, tal
como pudiera estar nuestro territorio de chopos cabeceros hace 50 años cuando
la población tenía una mayor dependencia de ellos.
Los turnos
de corta en los sauces indios parecen muy cortos. Se aprovecha sobre todo la
rama fina para hacer las veces del cañicillo, a modo de bovedilla entre vigas.
Los restos torcidos y pequeños se usan en las estufas de leña y los chopos más
grandes para vigas. Llamaba la atención la gran cantidad de viveros y zona de
nueva plantación de sargas de lo que serán futuros árboles. También la
protección contra el ganado de algunos árboles y, sobre todo, lo que yo entendía
como una leñera “en vivo”, con el árbol que te ha de calentar en la puerta de
casa y en pie.
Restos de podas con los que se calientan en las estufas
Cuando culturas, idiomas, países y religiones diferentes de lugares que distan 7000 km han vivido y generado paisajes asombrosamente
parecidos da mucho que pensar. La convergencia paisajística como remedio
ingenioso ante la adversidad, se me representa en este caso como algo magistral,
como una obra de arte que cobra vida. Medio mundo enfrascado en guerras
motivadas por el consumo y el rápido cambio, frente a estos lugares donde aún se
escucha el silencio, se palpa armonía y se tiene a un árbol en la puerta, como
animal de compañía.
Viajando uno entiende mejor lo que le rodea en su vida
cotidiana; aun así, me resulta difícil expresar lo vivido allí. Este
hermanamiento paisajístico me hizo ir de Ladakh al Alfambra, a Sollavientos o
al Pancrudo y mirar por un visillo la forma de vida ya casi extinta que
tuvieron nuestros abuelos.
1 comentario:
Muy interesante la narración de ese viaje y el hermanamiento cultural y emocional entre esas dos zonas geográficas tan alejadas entre si.
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