El castillo de Cutanda está construido en un cerro que se levanta sobre el núcleo urbano. Esta forma de relieve se ha formado por la erosión producida sobre unas arcillas y yesos depositados durante el Mioceno. Estos blandos materiales han sido fácilmente modelados por las aguas de arroyada y, sobre todo, por la acción erosiva del arroyo de La Riera que, socava la base del cerro en su vertiente norte. Allí abundan pequeños escarpes y extraplomos que se han formado debido a los periódicos desprendimientos. Estos se producen especialmente tras las esporádicas grandes nevadas que incrementan el peso de los materiales al tiempo que establecen superficies de despegue en el seno de estas arcillas.
Junto a la carretera, en la orilla de una cárcava, en uno pequeño cantil, crece una solitaria sabina albar.
Es un arbolillo cuyo denso follaje verde contrasta con las vetas rojizas y blanquecina de las arcillas entre las que hinca sus raíces. Es uno de los muchos árboles singulares que crecen en los montes del Jiloca. Singularidad que no le viene por sus dimensiones ni por su edad, aunque sea mucho más viejo de lo que parece.
Es singular por el difícil ambiente en el que se desarrolla. Las aguas de escorrentía penetran con dificultad en estas impemeables arcillas. La acusadísima pendiente de la ladera todavía dificulta más la infiltración hídrica. Los escasos restos que caen de las ramas son rápidamente evacuados en la primera tormenta impidiéndose la formación de humus. Solo tiene una ventaja: la escasa insolación que recibe esta umbría.
Esta sabina no está en ningún catálogo de árboles monumentales. Pero es una heroína. Una más de los muchos árboles anónimos que crecen difícilmente en los montes del Jiloca, afectados por un clima tan seco como frío. Tan duro. Tan nuestro.
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