El que si que tiene pitera –o no tiene talento ninguno-, es el macho de la Argiopes. El insensato, cuyo tamaño puede ser hasta cinco veces menor que él de la hembra, espera en las proximidades de la tela de su amada a que ésta se disponga para la cópula. Momento particularísimo de su singular existencia en que las mortíferas mandíbulas con las que inocula su veneno se ablandan, se muestra menos agresiva y resulta relativamente seguro acercarse. El valiente habrá entonces de llegar hasta ella, colocar el esperma en su sitio y salir por patas antes de que se le despierte la mala leche. Es habitual que el pobre pierda alguna extremidad en tan peliagudo coito, cuando no muere en la hazaña. Uno a veces se pregunta si es necesario –Darwin mediante- tanto despliegue de medios para la selección de los más aptos.
En estas reflexiones -o en alguna parecida-, andaba yo al tropezarme con una Argiopes lobata en la cercanías del Mas, lugar de Luco de Jiloca en plena paramera, que perteneció en su tiempo al Marqués de Montemuzo. A diferencia de su pariente, la A. bruenichi que es fácil de encontrar en la proximidad de los húmedos bosques de ribera, la A. lobata busca para instalar su red la embriagadora sequedad de los pajizos herbazales, en las infinitas extensiones semiáridas. Sobre la seda inmóvil, su notable tamaño custodiaba un amasijo de seda que debía contener el almuerzo, pues una vez que un insecto cae en la tela, la araña lo envuelve para inmovilizarlo y evitar que pueda lesionarla al tratar de defenderse. Acto seguido le inocula un veneno que lo paraliza definitivamente, pudiendo devorar a su víctima entonces, si está hambrienta, o reservarla para más adelante.
Si es curioso el modo de aparearse de las arañas, no lo es menos el que tienen de comer. Pensemos en el senderista de turno que, después de una larga caminata, entra a un bar y se decide por un apetitoso plato de huevos fritos e imaginemos que, en vez de comerlos untando reverencialmente la yema con un buen pan de pueblo bien cocido, deleitándose con el sabor que el intenso oro líquido empapa en la miga, tomándose su tiempo antes de tragar y dar inicio a la digestión, lo hace segregando sobre los huevos sus jugos gástricos para sorber a continuación, como si de una sopa se tratara, el líquido resultante del ataque de los ácidos sobre la comida. Así comen las arañas: una vez la presa ha sido envuelta en seda y se le ha inoculado el veneno, vierten a través de las heridas causadas las enzimas que harán posible el milagro de la licuefacción, ahorrando con esta estrategia, además, una cantidad muy importante de energía. Sus piezas bucales no están preparadas para morder o desgarrar, tan sólo para succionar y filtrar esa papilla que produce una primera digestión externa de la víctima. ¿No es fascinante? ¡Lo es! Aunque con todo y con eso, yo me quedo con lo del pan.
Sobre estas arañas puede verse este espectacular vídeo.
Diego Colás
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