Recorría la ribera del Huerva. Era una mañana dominical de este otoño fresco y seco que ya ha vencido. Estaba censando los árboles trasmochos de un tramo próximo a un pueblo. Y allí estaba. Colgada en la rama baja de un chopo cabecero.
Curtida en el áspero trabajo de dallar. Con el mango reforzado con cuerda, con el agarre del palo y el hierro cruzado de alambres y clavos. Y el filo, aún cortante, pero ya oxidado por la intemperie y el abandono.
Durante años habrá segado muchos alfaces y pipirigallos. No hay más que ver el desgaste del corte. En los últimos, habrá servido para sujetar el herbazal que –imparable- invade la pieza tantas veces labrada.
Es una bandera rota. Un bandera más. Una señal de un territorio y de una cultura campesina que hace tiempo que se rindieron. Un testimonio del esfuerzo en mantener la impronta humana en el paisaje. De no rendirse ante lo imparable.
Me gusta pensar en la confianza que se da en las relaciones humanas entre los habitantes de los pueblos. Quiero pensar que la dalla se quedó en el campo temporalmente con la intención de ser recogida después. Pues a la intemperie, las herramientas no ganan nada. Pero ahí sigue, en el chopo, sabiendo cada vecino quién es su propietario. Y siendo respetada por todos.
Tal vez podía haber sido recogida en algún pajar, en algún granero o decorando alguna casa recuperada como segunda residencia para los hijos que marcharon a la ciudad. O incluso en alguna colección de utensilios tradicionales, que también las hay y muy bien preparadas. Pero no. El destino decidió que quedara al pie del cañón. Junto al bancal cuya hierba segó tantas veces para contemplar su derrota. El imparable avance de las zarzas en la pieza.
2 comentarios:
Mágnifica entrada, Chabier. Una "bandera rota". Que gran cantidad de cosas nos podría contar...
Un saludo.
Arturo
El articulo provoca nostalgia por un pasado agrícola y la resistencia de los objetos y símbolos que quedan como testigos de ese pasado, incluso cuando el entorno natural reclama su espacio.
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