En los viajes entre Calamocha y Zaragoza siempre me ha llamado la atención esa sierra alargada y oscura que se levanta detrás de Cariñena. Es la sierra de Vicor. Tenía ganas de conocerla y como nos gusta aprovechar las vacaciones navideñas para salir al campo, nos encaminamos hacia allá la madrugada de la pasada Nochebuena.
Comenzamos la excursión en Aluenda, pueblecico situado en la umbría de la sierra a una altitud de 815 m. Antaño inmerso en el bullir de la N-II, tras la apertura de la autovía, ha quedado algo distanciado del tráfico y ha ganado en tranquilidad.
Buscaremos las señales del GR 90.2 que nos harán recorrer el núcleo urbano para dejarlo por una pista agrícola. La mañana es fría y el cierzo sopla con fuerza. El itinerario deja a la derecha la pista y sigue un sendero que surge a la izquierda y que se introduce en un carrascal denso, formado por rechizos pero también con algunos ejemplares arbóreos, algunos de cierta talla.
La frondosidad del carrascal es notable. En amplios tramos de la ruta forma un dosel completo que limita el acceso de la luz al suelo. El humus permanece húmedo a pesar de la sequedad de ese mes de diciembre. Su descomposición está en marcha por hongos, bacterias e invertebrados, lo que liberará los nutrientes minerales atrapados en la biomasa muerta y que reabsorberan las plantas. La humedad edáfica queda retenida por las copas de los árboles creándose un microclima atemperado que favorece el desarrollo de los líquenes epífitos.
Las cuarcitas y pizarras paleozoicas afloran entre el bosque. Su alteración libera las arcillas y arenas que forman el suelo. La sílice, al combinarse con el agua, produce ácido silícico y le confiere una cierta acidez. Esto determina la comunidad vegetal. La tríada silicícola que también encontramos en los montes paleozoicos: biércol (Calluna vulgaris), cantueso (Lavandula pedunculata) y estepa (Cistus laurifolius).
Es un barranco umbría. El sol está bajo y la penumbra multiplica la sensación de frío. Por lo menos dentro del carrascal se aminora el efecto del viento. El bosque cubre completamente las dos vertientes del barranco de Aluenda hasta las propias crestas. Es muy frondoso y parece recuperarse de antiguos aprovechamientos.
El sendero remonta decidido hasta alcanzar un collado (1.100 m.) en donde nos introduciremos en un cultivos forestales de pino rodeno (Pinus pinaster) y saldremos a una pista que se toma a la derecha que nos acercará a una carretera de estricto uso militar. Se cruza y seguiremos ascendiendo por un monte afectado por un reciente incendio forestal. La escasez de hojarasca, lamida por las llamas, evidencia un suelo arenoso resultado de la alteración de la compacta cuarcita.
La línea verde indica que este tramo del GR 90 forma parte de un sendero local (SL)
La pista avanza en llano por la umbría del cerro de Santa Brígida. A media ladera prosperan los campos de cerezos y almendros cultivados en terrenos con fuerte pendiente. Algo más abajo se observa Pietas, colonia de chalets situados alrededor de la ermita de Nuestra Señora de Pietas que luce coqueta en la ladera del barranco.
La pista bordea el monte cubierto ahora completamente por el pinar compuesto por pino rodeno pero cada vez más por pino royo o albar (Pinus sylvestris). Está conífera es bastante exigente en humedad y muy tolerante a las bajas temperaturas. Aprovecha la menor evaporación de estas vertientes en umbría y ha prosperado muy bien, a pesar de la excesiva densidad. Las ramas bajeras de los pinos están muertas mostrando cada árbol únicamente un plumero verde en la copa.
El sotobosque es casi inexistente estando el suelo completamente de pinocha, salvo corros con alfombras de musgo.
Salimos al sol. Al girarnos observamos las “bolas”, radares que fueron instalados por los americanos y que ahora gestiona el ejército español.
Entre los pinos comienza a observarse un lustre especial. Es el acebo (Ilex aquifolium) cuyos pies femeninos muestran por estas fechas sus característicos frutos rojos. Hace años eran cortados y comercializados en Navidad y los ambientalistas mostraban su preocupación ante la sociedad indicando que es un arbusto escaso y digno de protección en el entorno mediterráneo. Ahora todo el mundo lo sabe. Alguna batalla se gana. Quien tiene perspectiva afirma que más de las que parece.
La pista pasa junto a un pequeño refugio. Una pequeña mesa interpretativa nos indica que estamos en el paraje de El Acebal. Damos fe. Bajo uno de estos arbustos y unas piedrecicas apiladas encontramos un pequeño belén montañero que los aficionados locales montan cada año a primeros diciembre.
La pista forestal sigue llaneando a mitad de ladera. Un desvío posibilita bajar a El Frasno y nos advierte de la proximidad de nuestra meta: el pico del Rayo.
Seguimos avanzando. Hacia el noroeste, tras un collado, se yergue el Moncayo con la cima parcialmente cubierta con nieve.
Más cerca, los radares y el centro militar de telecomunicaciones de Santa Brígida, y los extensos pinares de la sierra de Vicor, seccionados por la pista que nos ha traído.
El barranco de El Acebal recoge las aguas de todas estas vertientes y las encamina hacia el río Grío, pasando junto al pueblecico de Inogés, que se levanta sobre un saliente.
Al poco, un desvío a mano derecha no encamina hacia el pico del Rayo por un sinuoso sendero a través de unos pastos cubiertos de erizos (Erinacea anthyllis) y azotados por el cierzo. Acostumbrados como estamos a encontrar esta mata almohadillada en las parameras calizas nos sorprende verla crecer sobre un sustrato tan silíceo como son estos montes de cuarcita. El factor limitante es la tolerancia al viento no la química del suelo.
Llegamos a la cima de El Rayo (1.427 m.) junto a un grupo de montañeros de procedentes de Morata que nos cuentan que cada año tienen el gusto de ascenderlo la víspera de Navidad. Nos ofrecen posibles rutas de retorno a través de estas montañas que parecen conocer como la palma de su mano. En la cumbre hay un puesto de vigilancia de incendios. Tomo una foto de Chabi, con una panorámica del angosto valle del Grío y su desarrollada red de torrenteras.
Y al poniente, otra del valle del Jiloca antes de unir sus aguas en el Jalón, con su capital a los pies del castillo de Ayud.
Retornamos a través del pinar. Las cuarcítas muestran afiladas lascas resistiendo estoicamente la erosión al tiempo que se colonizan por líquenes unos espartanos líquenes propios de sustratos silíceos y de ambientes de alta exposición.
Al internarnos en el pinar observamos los rastros de los jabalíes, unos fenómenos removiendo y aireando la tierra del bosque.
Y, algo más abajo, unos canchales de cuarcitas, acúmulos de clastos desprendidos por gelifración durante episodios fríos del Cuaternario, hoy casi inactivos e invadidos por el pinar.
Salimos a la pista del prinicpio que nos ofrece una panorámica de los extensos monocultivos de pino que cubren estos montes. Es una lástima que en su sotobosque no hayan prosperado más los arbustos y que sea tan escasa la recuperación espontánea del carrascal. Estos pinares son masas forestales muy vulnerables a los incendios y muy exigentes en inversiones de recursos para su mantenimiento y conservación. Y tras el paso del fuego, estos serán de nuevo plantados de pinos al no ser ni siquiera capaces de rebrotar. Más gasto.
Y así, chino chano, retomamos el sendero inicial y volvemos al carrascal de la mañana, ahora cuesta abajo, que nos devolverá de nuevo a Aluenda.
2 comentarios:
En esta sierra silicea criaron los ultimos buitres negros de Aragon en un alcornocal.
Si fuesemos un País avanzado culturalmente,tenias que tener un espacio en la TeleJota de Biel para mostrarnos los valores naturales aragoneses con la sencillez,la claridad,el tiempo y el rigor que pones en ello.
Saludos desde Chopolandia
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