Cinco de la tarde. Sol inclemente. Ni una nube. No mueve el aire. El termómetro, bajo el techo de la garita y elevado sobre el suelo, marca 33 ºC. Todo se vivo que puede busca la sombra.
Recorremos el monte del puerto de Tornos. El aroma de la estepa y de la ruda casi nos ahoga. La luz, intensa, acompañada de con los rayos ultravioletas, enteros y verdaderos, cae a plomo sobre las plantas y animales. Es la luz “tóxica” que decía D. Pedro Montserrat en sus charlas.
Unas grandes hormigas negro-rojizas pisan de puntillas raudas y ágiles sobre los oscuros peñascos. La absorción aún sobrecalienta más. Extiendo la palma de la mano sobre una losa de pizarra. No puedo mantenerla más de cinco segundos. Quema. No sé a qué temperatura podrá encontrarse. ¿Cincuenta grados? ¿Tal vez sesenta?
Es entonces cuando me fijo que está ahí. Extendiendo su talo gris sobre la superficie de la pizarra soportará durante horas unas temperaturas que son incompatibles con la estabilidad de las proteínas.
¿Cómo conseguirán soportar los líquenes rupícolas estas temperaturas tan altas sin que se alteren estas moléculas?
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