Decía Franco Battiato que el animal
que llevaba dentro no le había dejado nunca ser feliz. El que a mí me habita me ha hecho también la puñeta
durante muchísimo tiempo, pero comienza a contribuir a mi felicidad con firme
importancia. Sobre todo, desde que he
reunido el valor suficiente para escucharlo.
A todas horas él susurra en los
abismos de mi espíritu. Cuando el viento
del noroeste agita las farolas en el grisáceo panorama de la capital. Cuando salgo a correr por los escarpes, me
penan ya los músculos tras más de una hora en el esfuerzo y no veo la hora de
regresar. Cuando tomo el autobús el
viernes por la tarde, casi sin comer, para escapar de la amarga cotidianidad que
la ciudad impone.
Despoblado de Las Dueñas
Lo hizo, igualmente impetuoso, hará
un par de semanas, cuando nos hallábamos perdidos en las abruptas soledades del
Teruel fronterizo, en el extremo sur del país.
La senda apenas reconocible en el agitado mar de enebros y sabinas de
bajo porte y la ladera desplomada, como enormes y vigorosos paquidermos venidos
a menos, nos aconsejaban regresar a Hoya de la Carrasca, donde habíamos dejado
el auto. Costaba creer que apenas unas
décadas atrás aquel matorral inexpugnable hubiera sido tierras de labor ávidas del
sudor del labriego como las caravanas, en la Ruta de la Seda, del agua superviviente
del oasis después de semanas sumergidas en la arena insondable. La gran carrasca se resistía a entregarse.
Habíamos llegado aquella mañana,
Deme y yo, a Arcos de las Salinas con el propósito de visitar la que será,
quizás, la sabina albar con mayor perímetro de tronco de toda la península. Siete metros, ahí es nada. Sus doce de altura despuntaban nítidos en las
cercanías del despoblado de Las Dueñas, ya con sus viviendas desbaratadas sobre
el piso y con su torre eclesial como único, y magnífico, resistente a los
implacables meteoros y al paso inclemente del tiempo obstinado. Para sorpresa nuestra, los bancales que circunscribían
las casas dormidas habían sido labrados y buena prueba daba de ello el aladro
depositado en uno de los costados de la aldea.
La circunstancia permitía admirar el porte del árbol en toda su
magnitud.
Sabina albar de Las Dueñas
Ya puestos, decidimos llegarnos
hasta una pequeña aldea llamada Hoya de la Carrasca, pues sabíamos de la
existencia de una centenaria encina en sus inmediaciones. Regresamos a Arcos de las Salinas y solicitamos
información de la gran quercínea. Al
parecer, se encontraba ésta a unos dos kilómetros de las últimas casas de la
minúscula aglomeración rural y la senda estaba casi perdida. Si bien, nuestros informantes nos hicieron
partícipes de la existencia de una pista forestal que descendía hasta el gran
árbol. De hecho, fue el itinerario que
nos aconsejaron encarecidamente. Por
supuesto, como no iba a ser de otra manera, optamos por la senda. Con menuda gymkhana habríamos
de ir a dar.
Extraviados en la garriga
inexpugnable, sin noticias de la senda y con el paisaje cortado a cuchillo como
si de un pastel de cumpleaños se tratase, a pocas estuvimos de desandar lo
andado. Y fue cuando allá, azotado por
un cierzo vespertino y la cortante firmeza de los enebros, el animal inició impetuoso
su susurro y la senda apareció nítida a mis ojos como acumulaciones de grullas
en la laguna de Gallocanta a mediados de febrero: sinuosa se recortaba contra
las grandes rocas del desplome.
Las peripecias para nosotros, al
contrario de lo que pudimos pensar ilusos en un principio, no tocaron a su fin
una vez hubimos superado los considerables peñascos. Unos centenares de metros más adelante, una
sirga nos daba la confianza suficiente para superar una pequeña barranquera a
la que las lluvias y lo deleznable de sus materiales habían dejado sin sendero
que recorrer. Más tarde, cuando la
carrasca ya se expandía maravillosa a nuestros ojos, los muretes supervivientes
de los bancales nos obligaban a prestar cuidadosa atención a nuestros pasos
para ir bajando, de faja en faja, sin sufrir el mínimo percance. Aunque en la Hoya de la Carrasca las casas
permanecen en pie, los campos están del todo abandonados a su suerte. La circunstancia, al contrario de lo que
habíamos presenciado en Las Dueñas, restaba a la gigantesca encina, al menos
desde la distancia, cierta grandilocuencia.
Con todo, aquel árbol resultaba, a todas luces, portentoso.
Medimos su perímetro y aprovechamos
nuestra visita para medir el de dos formidables sabinas cercanas. Los resultados fueron escalofriantes, todas
las medidas superaban los cuatro metros.
Amenazaba lluvia y no estaba el camino de vuelta para grandes
dispendios. Dimos un fuerte abrazo a la
extraordinaria carrasca y regresamos, Deme y yo, en absoluto silencio a la
aldea que nos había servido de punto de partida. Era la despedida de la admirada amistad
lejana que no sabes si volverás a abrazar.
Sin serlo completamente, el retorno fue más relajado. En ningún momento perdimos la senda que tanto
nos había costado alcanzar en la ida. El
animal que llevo dentro, sin embargo, no supo callarse ni un instante. Como yo, puede que se anduviese preguntando
cuál sería el próximo reto.
Quién te cerrará los ojos.
Diago Colás (texto y fotos)
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