La excursión la habíamos programado con antelación. Planificando los días de vacaciones en Calamocha hablé con Emilio Benedicto, mi compañero de andadas vacacionales, para saber su disponibilidad los días de la Semana Santa. Al saber que se quedaba en Calamocha, pensamos salir un día de excursión.
El sitio lo tenía claro desde que leí en Natura Xilocae la que habían hecho mi hermano Chabier y mi sobrino Chabi a la Peña Palomera hace unos meses. Y es que pasando y repasando continuamente por la carretera, al contemplar una vez y otra la mole blanca y poderosa de esta sierra, desde hacía años deseaba conocerla. Éramos unos críos cuando mi hermano Chesús cogió un día el autobús de línea en Calamocha, paró en Torremocha y se subió chino-chano desde la misma carretera a la cima. Después deshizo el camino y en otro coche de “Zuriaga” se volvió a Calamocha. Desde entonces he querido hacer esta excursión.
Trato con Emilio de buscar el mejor día para hacerla, pues entre procesiones y reuniones queda poco tiempo. Decidimos hacerla el sábado a primera hora de la tarde. Yo tengo la mañana ocupada desmontando el paso de la procesión con los hermanos de la Cofradía del Santo Sepulcro de Calamocha. Luego tenemos la Junta en el reservado del Bar León y, al final, nos tomamos un buen almuerzo. Dos huevos fritos con papada, regados con buen vino. No está mal la reunión.
Con el bocado en la boca, me cambio de ropa y preparo lo imprescindible para el paseo pues hemos quedado a las 3 de la tarde en la plaza frente a la iglesia. Lo imprescindible es agua, porque el estómago está bien lleno y no necesita más comida.
Con la puntualidad que lo caracteriza, llega Emilio con el coche a la cita. Él se ha preocupado por el itinerario pues ninguno de los dos ha hecho nunca esta marcha. Salimos de la autovía en Torrelacárcel y enfilamos por un camino arreglado hacia la ermita de la Virgen del Castillo, buscando el collado que atraviesa la sierra por la parte más baja. Pasamos un “ajipe” o algibe y, siguiendo un rato el curso de la rambla, llegamos por fin a la explanada que hay frente a la ermita.
La construcción es sólida y parece por fuera bien conservada. Lo mismo que otras pequeñas edificaciones anejas. Dejamos el coche y la ropa de abrigo, pues hace muy buena tarde. Nada de frío. Comenzamos la andada, de momento en suave ascenso. Pasamos por varias parideras. Alguna que le han arrancado las tejas parece condenada a muerte a corto plazo. Las demás no correrán mucha mejor suerte a medio.
Vamos charlando de nuestras cosas de rato en rato, aunque con Emilio no son raros los silencios. Tampoco se está mal callado. ¡Y lo que vamos a callar!, sobre todo cuando iniciamos un ascenso brusco por una senda que se abre a la derecha del camino entre los árboles. Se trata de subir y subir por un sendero muy empinado. El cielo se oscurece de repente, pues el sol ha quedado al otro lado de la sierra. Por momentos me quedo sin resuello y tengo que hacer algunas paradas para recuperarme.
Emilio, que me oye jadear, me sigue detrás en silencio. No dice nada. Sin aliento, pienso en los huevos fritos, en los kilos que peso de más, en los 63 años que tengo … ¿No será mucha cuesta para mí?
Subir, subir y subir. No es el momento de recular. Por fin, parece que la senda quiere llegar a su fin. La cresta no parece estar muy lejos.
Otro esfuerzo más y llegamos arriba. ¡Por fin! No hemos llegado a la cima, pero al menos hemos alcanzado la suficiente altura para contemplar al un lado todo el valle del Jiloca y al otro el del Alfambra. Un trago de agua de la cantimplora y a seguir subiendo, pero ahora por una senda menos empinada. Aquí y allá hay todavía manchones blancos de pasadas nevadas.
De momento aparece una bandada de buitres o de águilas de buen tamaño. Renuncio a reconocer la especie y decido que se trata de “rapaces” sin más. Me da igual lo que piensen los ornitólogos del concurso turolense de “El Gran Año". Por cierto, hablando de águilas recuerdo una vieja anécdota que debió contarme mi padre. El premio que habían dado los ganaderos de la zona en tiempos pasados, a quien consiguiera coger los huevos del nido de águilas que había en esta misma Peña Palomera, en un risco en lo más alto y abrupto. Parece que lo consiguió cierta persona que pudo descolgarse de lo alto con una cuerda, aprovechando que las águilas adultas habían abandonado momentáneamente el nido.
Por fin vemos en lo alto de una loma vecina el mojón que señala la cima final. Es entonces cuando contemplamos lo más bonito del paseo. Majestuosas, cresteando la misma cima, una docena de cabras monteses desfilan tranquilas ante nuestro asombro. Sacamos a toda prisa las cámaras para fotografiarlas aunque están algo lejos. En cualquier caso es un momento mágico, de gran belleza. En silencio aparecen y en silencio se marchan entre las rocas.
Seguimos el ascenso, unas pocas rampas más y estamos ya en lo alto de Peña Palomera. Bueno, en lo alto hay un gran mojón de varios pisos al que se accede por una escala de hierro. ¡Que suba arriba del todo quien quiera! La altura impresiona y no tenemos ganas de correr riesgos. Me siento a descansar mientras Emilio hace fotos. Hemos empleado una hora justa en el ascenso.
Tras un breve descanso iniciamos el descenso por otro lado. Parece menos pronunciado el desnivel por aquí, pero claro, no es lo mismo subir que bajar.
Al poco rato estamos de nuevo en el camino que nos lleva a la ermita. Cae la tarde sin hacer todavía frío. En la ermita no hay rastro del castillo que pudo haber y al que le debe el nombre la Virgen del Castillo.
Un corto paseo para ver unas ruinas que resultan de una paridera y vuelta a casa en el coche. Nuevas fotos en el “algipe” y, enseguida, estamos de nuevo en Calamocha. Ha sido una bonita excursión, pero a mí me gustan más las que no tienen ascensos tan pronunciados. Planeamos ya las del próximo verano: ¿la Modorra de Bádenas?
José Mª de Jaime Lorén
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