No sé si se volverá a repetir una tarde como la del sábado. Para aquellos que salimos al medio con el propósito de contemplar animales en su hábitat y que, en no pocas ocasiones, regresamos a casa de vacío, el conjunto de experiencias de las que tuve la enorme fortuna de ser testigo, supone una tesoro de incalculable valor.
Sin saber muy bien cómo, habiendo iniciado mi periplo en Luco de Jiloca, me vi en la presa de Lechago observando con mis prismáticos la despreocupada navegación de los Somormujos Lavancos en medio de la lámina de agua. Fochas comunes mantenían a buen recaudo su timidez en la orilla opuesta al tiempo que yo sorprendía a una pollada de patos en compañía de su madre. Al tiempo que los pequeños nadaban hacia el centro del embalsado, con toda la rapidez que su corta edad les permitía, aquella, con gran estruendo, golpeando con ambas alas la superficie del agua, armando una algarada del demonio, nadaba en dirección opuesta. Acostumbrado a observar a los ánades reales, en la ribera del Ebro, alzar el vuelo tan pronto tienen oportunidad, concluí que ese comportamiento respondía a una estrategia de distracción, poniendo en juego su vida para salvaguardar la de los pequeños. Esta idea no tardo en confirmarse. A los pocos minutos volaba en su búsqueda, graznando sin descanso hasta que hubo confirmado la reunión.
Fascinado, anoté el suceso en mi cuaderno de campo. Lo que parecía ser un cernícalo, realizaba fugaces pasadas a considerable distancia y el Sol iniciaba su coqueteo con la línea del horizonte. Me decidí a regresar dirigiéndome hacia donde el puente romano para tomar el camino de la riera que me devolvería al punto de partida. El pico picapinos, volando entre ambas márgenes, me dio la bienvenida al soto. Una vez se hubo posado en un chopo imponente se aseguró de esconder sus briosas tonalidades de mi inquisitiva mirada. Centenares de metros recorridos más tarde, entre los carrizos de la orilla, me resultó inequívoca la silueta del minúsculo chochín. Lo que podía ser un carricero, saltó a enmarañarse con la vegetación unos minutos más tarde. Cada pocos pasos el ciervo volante, como si de un helicóptero contraincendios se tratara, sobrevolaba el curso fluvial mostrando sus prominentes mandíbulas. El ruiseñor cantaba oculto en la vegetación espinosa. Resultaba todo de una belleza para la que no encuentro calificativos.
Incluso el cadáver de una musaraña, del que daban buena cuenta un numeroso grupo de hormigas, me pareció hermoso.
En estos pensamientos andaba cuando una gran masa de pelo y carne salió despavorida, en el labrado cercano, en dirección a los cabezos viejos y romos de la sierra. Mi tiempo me tomó identificar al jabalí, al señor del bosque, la brutal fuerza de la naturaleza que ha terminado por adueñarse del entorno rural al descender, cuando no desaparecer por completo, las poblaciones de sus depredadores naturales. Sin haberme recobrado de la emoción de tener junto a mí al gran verraco, caminaba con cierta celeridad muy atento al perfil distante de los cabezos, esperanzado en ver asomar al corzo bajando, con el caer de la tarde, a beber al río. Aquello me impidió percatarme de lo que sucedía en mis proximidades: una corza con su corcino ponían pezuñas en polvorosa a pocos metros. La madre, en segundos, fue un recuerdo. El corcino, más lento, optó por ocultarse en la maleza del ribazo, no tardando en salir tras de su progenitora una vez comprendió que su estratagema iba a tener poco éxito.
No cabía en mí de gozo. ¡Qué magnífica tarde! Apenas había dado descanso a mi cuaderno de campo. Aunque quizá no fuera la cantidad de observaciones lo más importante –he omitido muchas- sino el valor de las aquí descritas. En apenas unos minutos había podido admirar dos de los más bellos ungulados peninsulares a muy corta distancia. Lo mejor, sin embargo, estaba por llegar. Pues la oscuridad se había hecho dueña del entorno, apreté el paso.
Fue en el puente que conduce a la vieja estación ferroviaria de Luco de Jiloca que escuché ciertos quejidos y volví sobre mis pasos. He de admitir que equivoqué mi juicio, pues consideré la posibilidad de que algún mamífero hubiera capturado un ave y estuviera procediendo a su ingesta. No era ese el caso, en la penumbra pude discernir, moviéndose con cierta torpeza sobre las gravas, la anatomía natatoria de la nutria. ¡La nutria! ¡La dama del agua! Uno de los mamíferos más difícil de ver en su medio natural que tardó en desaparecer en la corriente, permitiéndome regodearme en mi observación. ¡Qué guinda para el pastel que había supuesto aquella tarde! ¡Qué perfecta excusa para volver a maravillarme con la biodiversidad del Jiloca tan pronto tuviera ocasión!
Una vez me recobré de la sorpresa, aún con el corazón palpitándome desbocado, guardé los prismáticos en su funda y di por terminado el recorrido. Estaba pletórico, aunque convencido de que tanta fortuna, lamentándolo mucho, no volvería a acompañarme.
Diego J. Colás (texto y fotos)
1 comentario:
¡Qué suerte! Yo, de estar allí, no hubiera sido capaz de darme cuenta de la mitad de las cosas, ¡enhorabuena!
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