Hace unas semanas tuvo lugar la presentación en Zaragoza del libro titulado Naturaleza, ornitólogos y pajareros cuyo autor es Adolfo Aragüés y que ha sido editado por el Ayuntamiento de dicha ciudad.
Estos días llegó a mis manos. De un tirón, lo he leído. Su lectura es muy recomendable para entender el desarrollo de la Ornitología y de la conservación de la Naturaleza en Aragón durante el pasado siglo y, por tanto, la situación actual.
A lo largo de sus páginas se van desgranando las vivencias del autor al introducirse en el mundo de la observación, del estudio y de la conservación de las aves, desde su juventud (allá en la década de los años 50) hasta nuestros días.
En ellas se comentan los primeros contactos con los fundadores de la Sociedad Española de Ornitología y la creación, alrededor de Adolfo Aragüés, de un núcleo en Aragón (bueno, en Zaragoza) de discípulos, tan jóvenes como entusiastas, en dicha disciplina zoológica. Se relatan cómo surgieron los primeros estudios sobre las aves de los sotos del Ebro y de los roquedos y pastos de montaña en el Pirineo. Describe el autor cómo iba descubriendo el valor ambiental de las estepas, un medio tan denostado socialmente que con su denominación de secarral estaba todo dicho.
Al mismo tiempo fueron dando los primeros pasos del anillamiento como técnica para conocer la biología de las aves. A su vez, fue estableciendo unos contactos con ornitólogos de otras zonas que influyeron de forma decisiva en la conservación de los ecosistemas aragoneses. A partir del respaldo de las sociedades ornitológicas y de una sociedad en plena transformación se abordaron las campañas para preservar de una destrucción segura algunos de los espacios naturales más emblemáticos: los Galachos del Ebro, el cañón de Añisclo, las lagunas de Gallocanta y de Sariñena, las estepas de Belchite o de Monegros.
La necesidad de conservar la Naturaleza iba calando lentamente en una sociedad conforme se iba alejando de ella. Este cambio en la mentalidad colectiva es difícil de entender para las generaciones actuales; tenemos de él una visión parcial los que estamos en mediana edad, mientras que es percibido con facilidad por nuestros mayores. Es, en definitiva, el paso de una sociedad preocupada por subsistir e imposibilitada para opinar como la de la posguerra, a otra como la actual, con las necesidades básicas cubiertas y que comienza a valorar la cultura y la Naturaleza. Todo ello en una tierra como Aragón en la que la escasa gente ilustrada no se aproximaba a las ciencias, salvo desde una perspectiva productiva, y en la que el patrimonio aún se asocia a Historia y Arte. En ese marco, la labor de Adolfo Aragües fue tremenda.
Precisamente esos son los capítulos que más me han interesado. El imaginar los primeros pasos. Los viajes en autobús o tranvía a los secanos y sotos de los alrededores de Zaragoza, el uso de los prismáticos en el cuartel durante el servicio militar, el descubrimiento de los primeros libros sobre aves (¡en inglés o en francés!), el aprendizaje de la sabiduría popular de los pajareros, etc.
En definitiva, son los pasos que hemos seguido, varias décadas después, otras personas que, con más medios y en un ambiente más favorable, hemos tomado el camino de disfrutar y sufrir con la observación, el estudio y la conservación de las aves y sus hábitats.
Toda una generación de naturalistas surgimos en los años 70 de la pasión que nos transmitió Félix Rodríguez de la Fuente en su programa El Hombre y la Tierra. Era como una semilla sembrada. Su germinación fue lenta y no exenta de dificultades. ¿En que montañas se escondían el lobo ibérico, el oso pardo o el águila real? ¿Dónde estaba la fauna ibérica de los documentales de Félix en los campos y montes de nuestros pueblos? Ante nosotros teníamos unos paisajes que dejaban de ser como para las generaciones anteriores y que comenzábamos a contemplar con la fascinación por la vida silvestre. Algo que en Inglaterra, por ejemplo, hacía más de un siglo que ya venía ocurriendo.
Entonces, en el verano de 1981, cuando Félix nos había dejado huérfanos tras su accidente de Alaska, llegó a las librerías Fauna de Aragón: Las aves.
Adolfo Aragüés y Javier Lucientes, desde sus páginas, nos ayudaron a descubrir y comprender el paisaje rural y el enorme patrimonio ornitológico ....de Aragón. Una comunidad sin facultad de Ciencias Biológicas y sin Escuela de Ingenieros de Montes. Adolfo y su equipo nos transmitía el fruto de veinte años de observación y estudio de las aves en esta tierra, con la pasión de su espíritu y el poso de su experiencia. Esa fue otra enorme contribución. Tras su germinación, la semilla de Félix encontraba un suelo rico en humus.
Cierto es que ya habían comenzado una intensa labor divulgativa, primero en la prensa y después en la radio que resultó muy importante. Hacer a cambiar la mentalidad de la sociedad zaragozana, tan ufana de su urbanidad como desconsiderada de su pasado rural, no era nada fácil. Pero esta tarea no llegó a otros territorios y gentes de buena parte de Aragón.
Aquel libro fue toda una referencia. Nos mostró los caminos para comprender que la conservación de las aves es también la de los ecosistemas. Nos hizo ver que era posible a hacer ciencia estudiando los pájaros de nuestros pueblos.
Queremos agradecer especialmente el esfuerzo realizado en difundir y proteger la laguna de Gallocanta. Por esos azares de la historia, la pluviometría de la década de los 70 permitió unos niveles en este humedal que le hicieron ser, en poblaciones de aves acuáticas, uno de los más importantes de Europa y el segundo en la península Ibérica, tras Doñana. En el momento de máximo apogeo del desarrollismo agrario que, tras roturar miles de hectáreas de bosque, no dudaba en desecar la laguna para su puesta en cultivo. En aquel difícil momento, precisamente, Adolfo y su equipo, pusieron a Gallocanta en su lugar ante los investigadores y la sociedad.
Desde estas líneas, queremos trasmitir nuestra admiración y gratitud a personas como Adolfo Aragüés.