La cordillera Ibérica es como una alargado y abrupto archipiélago de islas beneficiadas por las masas de aire húmedos de origen atlántico y mediterráneo rodeadas de un océano de suaves laderas, lomas y valles de ambientes mediterráneos.
Cuando por las comarcas del Jiloca o Campo de Daroca queremos disfrutar de los ambientes forestales caducifolios debemos ascender al piso supramediterráneo, donde la altitud aporta unas precipitaciones un poco más pródigas y, sobre todo, las bajas temperaturas mantienen la humedad en el suelo. Hablamos del dominio de los robledales: nuestros rebollares y marojales.
El nuestro es un país de carrascas. Achaparradas y de redonda copa. Son tallares, matas cortadas y rebrotadas desde muy antiguo. Como decía Machado de la encina, su nombre castellano:
“…en su copa redondeada / nada brilla / ni su hoja verdeazulada / ni su flor verdeamarilla”
Hace unos días dimos una vuelta con el coche por los carrascales de Castejón de Tornos. Era un domingo soleado. La suavidad térmica del otoño se acusa en la escasez de grullas, remisas a bajar en días de vientos sur. Las recientes lluvias, modestas, restaban la sequedad del monte y apagaban las nubes de polvo levantadas tras los aladros en estos días de siembra.
Tranquilos, nos sentamos a disfrutar del silencio y de la panorámica del barranco del Val. Es la vertiente hacia el Jiloca a través de unos arroyos que han abierto profundos valles entre pizarras, cuarcitas y areniscas.
Las carrascas, ordeñando con sus profundas raíces las últimas gotas acumuladas en la oscura tierra arcillosa obtenida tras la alteración de la pizarra o en las arenas rojas liberadas por estas particulares areniscas paleozoicas, se afanaban en darles el último empujón a sus frutos, las bellotas que en estos días ya solo mantienen el color verde en su extremo.
Semejante alijo de almidón tiene muchos pretendientes. Son muy comunes las bellotas con la cáscara perforada con un agujero, habitadas por las blanquecinas larvas del gorgojo Curculio glandium.
Muchas bellotas no llegan a término. Se oscurecen antes de hora y dejan de crecer, a diferencia de la cúpula escamosa desde donde se nutre. Entre ambas, un viscoso y oscuro líquido azucarado retiene al fruto antes de caer.
Pero, entre el mar verdeazulado de las copas de las carrascas asoman discretos los rebollos. Escasos en las solanas y en los altos …
Más comunes en los fondos de valle y en las umbrías …
Los rebollos, también están de buen año, como en la vecina sierra de Pelarda.
Lo que agradecerán las palomas, los ratones y los jabalíes.
Como acreditan estos estuches de balas, abandonado en la misma cuneta, seguramente el apostadero de algún cazador.
Estos oscuros carrascales, tan monótonos en su color, también se salpican estos días de otoño. El amarillo de los rebollos.
Unas breves pinceladas antes de que se les dore la fronda.
Estos carrascales y rebollares, conservados como tallar para la producción de leña y –tal vez- de carbón en el pasado, tienen una gran importancia como freno de la erosión y prevención de las avenidas en Báguena y otras zonas del Bajo Jiloca.
Son un pequeño embalse y un gran leñero, a un tiempo.