Me he criado entre animales, lo reconozco.
En Calamocha, mi abuela criaba un tocino en la corte. Una tarde de las vacaciones de Navidad ... perdón, del Solsticio de Invierno, venía Miguel el Matatocinos. Yo era un niño. Entre todos agarrábamos al cerdo y, mientras, él le clavaba un cuchillo al garganchón. Después todo lo demás. Se desangraba, se socarraba con aliagas, se lavaba la piel con agua caliente y se le sacaban las vísceras. Eran días de movilización familiar. De trabajo colectivo. De esfuerzo y de alegría. En casa, con mi abuela ya mayor y siendo de una familia corta, el peso caía en mis padres, sobre todo en mi madre. Los hijos hacíamos lo que buenamente podíamos.
La instalación de docenas de granjas de engorde intensivo y del matadero industrial de Calamocha lo cambió todo. Los tocinos se criaban en las naves y se sacrificaban en la fábrica. A principios de los '70 se abandonó la crianza y el matacerdo. Era más fácil pagar por el trabajo de otros. Se ganó en comodidad, se perdió en sabores y en vivencias.
También teníamos gallinas. Me encantaba verlas. Cavaba en el huerto para coger lombrices y llevárselas pues no salían del gallinero ya que, si no, se merendaban el hortal. Era un placer recoger los huevos recién puestos y subirlos a casa. Mi abuela me hacía unos almuerzos con huevo frito y tajadas de blanco que temblaba el basto. Ya nunca volví a almorzar así (¡menos mal!). Y, de vez en cuando, mataban un pollo. Y nos lo comíamos. También criaba conejos. Y, en su momento, mi madre los mataba, los despelletaba y nos los comíamos. Y todos tan felices.
Mi padre tenía colmenas. En el otoño las bajaba al Reino, al naranjo y al romero, antes del boom inmobiliario levantino. Y en primavera las subía al Jiloca, al tomillo y al pipirigallo. Cortaba y vendía la miel. Aunque lo que más le interesaba era observar y aprender sobre la vida de las abejas. Y me lo enseñó. Nunca pensé que las abejas estaban explotadas.
En Retascón, en la otra casa familiar, además, criaban palomas de las furas y en primavera y verano cogían los pichones, les doblaban el cuello y se los comían. Además, había un buen ganado de ovejas que cuidaba mi tío Manuel y alimentaba por los campos y cerros cercanos. Criaba y vendía corderos, uno de los pilares de la economía familiar. Y los veíamos subir al camión, y no pasaba nada. Aún no conocíamos el ternurismo urbano.
El transcurso del tiempo llevó a mis padres a otras actividades laborales y nos alejó de ambos pueblos. Pero, en Segorbe, en aquellos años sesenta y setenta, casi todo funcionaba igual. Si a un caso, menos ovejas y más vacas. Muchos de mis amigos criaban una vaca para la venta de la leche. Por las tardes me iba a jugar con ellos y acabábamos en el establo.
Nos fuimos haciendo mayores. La crianza doméstica fue desapareciendo. La crianza intensiva abarató el coste de producción de la leche, de la carne y de los huevos. No compensaba criarlos en casa. La gente joven, mientras tanto, seguía dejando los pueblos y marchando a la ciudad. Muchos mayores se resistían a abandonar las prácticas que habían ordenado su calendario, sus valores y ... su vida. Yo asistí a esa etapa de la historia.
Después llegó el desplome rural y el definitivo triunfo de la sociedad urbana. Descubrí el naturalismo de campo con Félix Rodríguez de la Fuente en los '70, el ecologismo de perfil naturalista (Quercus, OTUS, la Coordinadora Ecologista de Aragón ...) en los '80, interesándome por el tema vegetariano de la mano de Integral. Me interesó el discurso del vegetarianismo por la lógica de evitar el despilfarro de alimentos, pues dedicar cereales y leguminosas -que podemos consumir directamente los humanos- para engordar al ganado, es un error en toda regla. Era consciente del abuso de alimentos de origen animal en la sociedad occidental que comenzaba a mostrar síntomas de sobrealimentación. Y eso obligaba a roturar ecosistemas naturales (en Odón o en la Amazonia) y a forzar la agricultura intensiva (contaminación, erosión, pérdida de hábitat para la vida silvestre). Era coherente. Había que reducir el consumo de carne y de otros alimentos de origen animal e incrementar los de origen vegetal y, si es posible, de proximidad o cultivados sin muchos biocidas. Y en esas estamos.
Pero también comprendí de la mano de agrónomos, ingenieros forestales y biólogos, muchos de los cuales escribían en Quercus, la función que ha desempeñado la ganadería extensiva en la cuenca mediterránea (trashumancia, dehesa ibérica, etc.) y el papel ecológico del pastoralismo. Transformar la celulosa, inasimilable por los humanos, en proteínas y lípidos. Ese es el gran mérito de la oveja, la cabra, la vaca o el conejo. Eso requiere sabiduría y esfuerzo. Por eso eran caros y apreciados estos alimentos. Por eso están desapareciendo. Criar ganado hoy con soja argentina cultivada en praderas naturales roturadas y que ha sido rociada con herbicidas cancerígenos no tiene sentido. Es un desastre. Me da igual si la soja es transgénica o no.
Cuando nos vinimos a trabajar y a vivir al pueblo, al trabajar fuera de casa los dos, Josefina nos ayudó a criar a los hijos. Nuestros padres estaban en las ciudades. Íbamos al revés del mundo. Marceliano, el marido de Josefina, tenía un ganado de ovejas. Y, de vez en cuando mataba alguna. Recuerdo una tarde de invierno que fui a recoger a Chabi a su casa. La oveja estaba colgada y abierta en canal. Chabi, con su batica y sus dos años, estaba pegado de morros viéndolos maniobrar. ¡Esas vivencias que se llevó de su infancia rural!
Cambiamos de milenio. Y, los que se habían marchado a las ciudades, comenzaron a recuperar los matacerdos colectivos en los pueblos. Como una fiesta. Como una forma de transmitir el saber hacer de los abuelos (conscientes del riesgo de pérdida). Como una ocasión de compartir un buen rato cerca de la hoguera. Como un modo de que sus hijos conozcan lo que ellos vivieron y que desaparece. Y llegaron las denuncias desde asociaciones animalistas. Alguien había pensado que los niños sufrían traumas al ver matar a un tocino. Ni en la intimidad (ámbito familiar) ni en el ámbito colectivo (festivo o escolar) se podía vulnerar la sensibilidad de estos espíritus .... urbanos. Y se prohibieron dichas matacías colectivas. Los valores de las nuevas generaciones, criadas entre el hormigón y el asfalto, habían ganado la baza a la cultura rural. Esta vez de la mano del animalismo.
Entre la poca claridad de las ideas de algunos periodistas y la interesada estrategia de algunos sectores animalistas hay un interés especial en mezclar la conservación de los ecosistemas con los derechos de los animales. Recomiendo la lectura del artículo "
El ecologismo no debe caer en la trampa del animalismo" del investigador y divulgador Javier Yanes. O la del titulado "
Vocación salvaje" del doctor Francisco Ferrer (Instituto Pirenaico de Ecología). En este último, además de describir el reciente fenómeno de la edición de libros que tratan sobre el retorno a la naturaleza, desde su vivencia y en la que (con nuestras contradicciones) muchos nos sentimos identificados, termina con un texto que me permito compartir:
Pero un infectante virus, surgido del mismo invernadero que el ecologismo, amenaza con acabar con la vuelta a la naturaleza, con su disfrute e incluso con su estudio; estoy hablando del animalismo, esa religión auspiciada por las empresas productoras de alimentos, medicinas, cosméticos y demás sofocantes complementos de la vida artificial de artificiales gatos, perros y peces multicolores, que sustituye al naturalismo, a velocidad inusitada, en las preferencias ternuristas pequeño burguesas.
Ya no queremos salir al monte a contemplar el abejaruco, preferimos llevar a nuestro gato al gabinete de acupuntura; pronto resultarán incomprensibles las palabras del gran Gary Snyder (San Francisco, 1930): "Lo salvaje, tantas veces despachado como caótico y brutal por los pensadores civilizados, responde en realidad a un orden imparcial, implacable y hermoso, a la vez que libre".
Dándole vueltas al tema, uno acaba viendo cómo se esterilizan gatos y perros para que no críen gatitos y perritos que nos estorban y no nos atrevemos a matar. Al parecer, no nos sentimos mal al actuar entonces "como dioses" decidiendo sobre la fecundidad y esterilidad de los animales. Pero si un abuelo mete en un saco a la camada y la ahoga en el río, entonces lo denunciamos por cruel. U organizamos un "comando de rescate" y todavía nos sentimos más reconfortados.
En el mejor de los casos, cuando un animalista (no quiero entrar en el terreno de los veganos) cultiva su huerto ecológico, hecho que me parece muy bien, al cavar con la azada causa la sobreexposición a la luz a miles de ácaros o colémbolos, que sufren si no mueren. Sin contar las lombrices que parte por la mitad. Estos animales no tienen los ojos de un gatito pero tienen su sensibilidad y sufren igualmente. Convendría que algunos repensaran en esto.
Y, mientras tanto, uno lee las entrevistas a Stefano Mancuso, neurofisiólogo vegetal de la Universidad de Florencia, tituladas "
Las plantas tienen nuestros cinco sentidos y quince más" o "
No hay diferencia entre la inteligencia de los animales y la de las plantas". Es un descubrimiento reciente el que los vegetales tienen capacidad para recibir estímulos y para emitir mensajes. El desconocimiento y el antropocentrismo nos había hecho creer que solo tienen sensibilidad los organismos con neuronas. Este argumentario convenía al animalismo también. Y ahora viene la ciencia y nos dice que también la acelga acusa cuando le arrancas sus hojas, que la tomatera sufre cuando esborlizas los brotes axilares o cuando desarraigas las hierbas al labrar el huerto. ¿Somos sensibles con el perrito pero no con la tomatera del huerto urbano? Los (frágiles) argumentos de esta corriente se desmoronan.
Y digo todo esto, en lo que llevo pensando desde hace tiempo, por un asunto que estos días me ha llamado la atención. El próximo día 17 de diciembre las gentes de la Asociación Cultural Las Fuentes organizan una jornada de fiesta con un concierto de
Mayalde, un
concurso de morra, una comida de carne asada de cerdo y una verbena con un famoso pinchadiscos de Teruel. Aunque imagino que no hay sacrificio público del tocino, los organizadores le han llamado "La Fiesta del Matacerdo" por aquello de celebrarse en diciembre e, imagino, por ser la comida popular. Y esto ha herido la sensibilidad de alguno a quien molesta que las gentes de Fuentes Calientes sigan abrazando al especismo y a las rancias tradiciones rurales. Con lo que se lleva ser vegano en California. En fin, bromas aparte, que a Teruel también ha llegado el debate animalista.
Lo que menos me preocupa del tema es la visión waltdisneyniana de la naturaleza que se está inoculando en sectores juveniles. Es fruto de criarse lejos del campo, del mascotismo y de la educación sobreprotectora. Lo que me preocupa es que se refuerza al modelo del urbanita. El de aquel que considera a la naturaleza como un parque temático y a la gente de los pueblos como un conjunto de salvajes por civilizar. Esta es la última versión del tradicional desprecio de las gentes de ciudad hacia las de pueblo.
Por todo esto, el 17 de diciembre, si todo va bien, nos subiremos a escuchar a Mayalde y a compartir un buen rato con las gentes del Campo Visiedo bajo una noche estrellada, como los galos de la aldea de Astérix, pero esta vez ... dejando cantar al bardo.
¡Nos vemos en la Fiesta del Matacerdo de Fuentes Calientes!